viernes, 29 de enero de 2010

otra mano que se estira

Los hechos sucedieron de la siguiente manera. Pueden ser inverosímiles o no, pero no importa. No es el punto. El centro del centro es la ausencia, o el amor. Nadie lo sabe.

El asunto es que el tipo esta asustado. Tiembla como una hoja en otoño a punto de caer del árbol. Fuma lento y sin pausa. Mira de reojo. Se asoma detrás de la pared color ocre. Tiene la espalda apoyada sobre la ochava de la municipalidad. Inquiere con los ojos hacia el cielo. No ve más allá que sus pies. No ve más allá que a sí mismo.
La calle es un desierto a esta hora. Es madrugada. Son las 5:15. Algunos autos duermen besando con sus ruedas el cordón de la vereda. La plaza es un carrusel maldito de perros deambulantes. Los bancos grises y fríos se retuercen a la intemperie. Las luces alumbran los sueños estériles de los homeless que duermen en la entrada de la iglesia frente a la plaza. La cabeza de la estatua de Mitre, totalmente defecada por las palomas.

El tipo mira a cada rato a ver si ella sale. La esperanza guardada en los bolsillos del traje prestado. Entonces, no aguanta la espera y cruza la calle. Desde la marquesina de la farmacia se ve mejor la puerta de vidrios oscuros. Él clava la mirada ahí, en la puerta, en el centro, en la bisagra, en el marco. Fija la mirada como la de los ciegos. La noche, aún de pie, descuelga las últimas estrellas del cielo. El piensa en los hechos. En su propia vida, en sus nuevos compañeros de trabajo, en los nuevos supervisores, en la novela de siempre: en su mano gastada de masturbaciones, en el frío que roe la vereda de la parada del colectivo, en su soledad, en la habitación que ocupa su cuerpo, en la hoja de afeitar gastada, en su cuerpo descontento por usar ropa que no abriga. Estos pensamientos lo acechan como lobos hambrientos. Aprieta los puños. Tira la colilla del cigarro y la pisa con el pie izquierdo, retorciéndolo en el piso. Vuelve a mirar hacia la puerta. La distancia entre su cuerpo y la puerta, entre él y ella no se mide por calendarios, ni por sistemas métricos. Todo es atemporal. El se ve enjaulado en su cuerpo, en su mente, en la ciudad borrosa…
Su corazón bombea sangre más rápido que lo habitual. Hace una mueca. Rasca su nariz. Mira el reloj. Suspira. Cierra los ojos y los vuelve a abrir. Se levanta el cuello del saco. El frío le silba al oído. Un transeúnte lo saluda. Él solo asiente con la cabeza y le muestra una tímida sonrisa.


Ella sale al fin.
Cruza la puerta de vidrio como si fuera un paseo campestre.
Ella sonríe. Hace unos comentarios con otras mujeres que la acompañan. Intercambian besos y abrazos. Se despiden. Desliza su cuerpo hacia la esquina. La cabeza gacha, hacia el suelo. Alguien la llama, pronuncian su nombre. Mira hacia su izquierda. Gira la cabeza. Ve un auto, se acerca lentamente. Habla con el conductor. Abre la puerta, sube al auto y la cierra. El auto arranca y dobla a la izquierda al llegar a la esquina.

El ve la escena.se muerde los labios. Suspira por un momento. Mira hacia la nada. Hacia el interior propio. La claridad del día le alumbra la cara. El perro de las ansias le muerde la garganta. Traga saliva, traga odio, traga soledad…

Pongo primera al auto. Le doy arranque y salgo despacio. Mi piel de testigo otra vez en el momento de la soledad. Otra mano que se estira pero no puede asir nada.

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