lunes, 25 de octubre de 2010

Polaroid

Exhausto, agotado, abandonado en un rincón, había quedado el adoquín después del último grito. Respiraba entrecortado y miraba atónito como sino entendiera.

De niño fue testigo de la civilización y de como ésta construyó casas, veredas, conventillos y familias a su alrededor.
En su juventud presenció parte de la historia, algunas inundaciones, desfiles de borrachos que vomitaban sobre él, y chicas que guiaba hacia Colón al fondo.

Después llegaron los caballos, que con sus herraduras mal puestas lo lastimaban. Entonces, con ingenio, el se movía entre la arena, haciendo un pozo, y cuando los caballos volvían a pasar cedían sus patas ante el hueco y caían pesadamente sobre la calle. El dueño del caballo hacía traer un carro, en donde era llevado el equino hacia su sacrificio. ¡Cuánto placer y diversión le daba hacer esto! Mientras el caballo se alejaba entre relinches hacia su muerte, él se reía por su venganza.


Él odiaba los veranos. El sol recostaba sus rayos sobre su cara y esto lo sofocaba. La humedad del ambiente, por estar cerca del río, se hacía insoportable. Era cási una tortura.
En cambio, amaba el invierno. Las nubes eran un refugio. Desde el cordón de la vereda, que lo cubría de la lluvia, él contemplaba el paisaje urbano de la ciudad.


Él siguió creciendo y también la ciudad. Cada vez había menos casas y más edificios, y más autos y menos caballos.
En una época, llegaron hombres y camiones y se llevaron a varios de sus compañeros. Él les escribió a algunos de ellos, pero jamás tuvo respuesta.

Después de los hombres y los camiones, vino el hambre a la ciudad. La gente salía a las calles y saqueaban los negocios y los supermercados. Tuvo que soportar las manifestaciones, las botas, el humo y la sangre.

Años más tarde, vío como las fabricas a su alrededor se ponían viejas y sin humo en sus chimeneas; sus puertas se oxidaban y los trabajadores que entraban por ellas en las mañanas, ahora abrían las bolsas de basura de la plaza céntrica.

Un día volvieron los hombres y los camiones, pero éstos, vestían overoles y hablaban en guaraní. Empezaron a sacarlos de la calle y luego fueron puestos en el acoplado. Él y otros fueron a una cantera en Escobar en donde los limpiaron; después los llevaron a un hipermercado.

El destino lo llevó a un barrio en el cual para entrar pedían documentos.
Un afeminado paisajista lo vistió de moda, y lo puso en un cantero con flores y plantas traídas desde Luxemburgo. Allí en el patio de la casa de su nueva vida, había una piscina con luces, un deck, y dos labradores asexuados.

El dueño de la casa llevaba las camisas bien planchadas. Siempre hablaba sobre economía, mientras su mujer se desfiguraba con el revlon todas las mañanas antes de ir a su consultorio a atender pacientes terminales.
Él solía oír conversaciones como:
-El tipo de la obra social ya no da más…
-Mmm...
-Él insiste con las dosis…pero no… es tan bueno…
-El martes cenamos con Jorge en el jockey club, es el aniversario de…


Él vió un par de veces llegar a la mujer a la casa, en un auto que no era el de su marido.
Desde el patio se oían las risas ebrias y a Barry White susurrar en formato digital.
Esto sucedía por lo general, cuando el marido no estaba en el país, o cuando éste jugaba golf los jueves por la tarde.
Pero él no se inmutaba, por que ahora podía disfrutar de estar rodeado de flores perfumadas, césped bien cortado, y de regaderas que lo refrescaban con agua filtrada en verano.

Pero un jueves, el partido de golf se suspendió sin aviso y el dueño de casa volvió antes de lo previsto.
Él oyó, desde la casa, unos gritos y el ruido de algunos objetos al caer al piso.
Entonces vió al marido salir de la casa yendo en dirección al cantero. Él cerró los ojos, y se cubrió con las hojas de unas plantas, como ocultándose, pero fue inútil. Sintió como era sacado de la tierra con furia. El pulso acelerado y el calor ardiente de la mano, lo hizo estremecerse.

Ya en la casa, vió los muebles en el piso y ropa interior de mujer en el sillón.
Entonces pasaron por la cocina y por el living y subieron por las escaleras hasta las habitaciones.
Lo último que recordó fue su cara chocar una y otra vez contra los bellos ojos azules de la doctora Buried.

Al despertar estaba en un rincón de la habitación, todo sudado y sangrando. Minutos más tarde oyó una sirena y gente que entraba a la casa mientras hablaba por radio.
Antes de desmayarse creyó oír:
“Llamen a la científica, tenemos dos cuerpos con los rostros desfigurados y otro con un disparo en la cabeza”

El sol brillaba como nunca desde el oeste, y el silencio acariciaba con énfasis, cási como masturbándolos, los lomos de los labradores.



                                                                                                                                    


                                                                                                                                          octubre, 2010