domingo, 12 de julio de 2009

LOS OLVIDADOS


No sé como llegué a la estación ese día: el calor era sofocante. Enero derretía todo a su paso ese verano (después me enteré, que ese sábado fue el más caluroso de ese verano), bueno, no importa…
Ahí estaba yo otra vez en el andén esperando ese transporte metálico llamado “tren”. Como siempre, la desolación del andén me hizo deprimir un poco. No había nadie en el andén, nadie, nadie.

Cuando llegó el “tren”, subí. Después de unos segundos el guarda hizo sonar su silbato y casi al unísono el “tren” cerró sus puertas y partió. Me senté y miré el “paisaje” por la ventanilla: mendigos al costado de la vía, casas improvisadas con cartón y chapas, paredes pintadas con leyendas de toda clase, fábricas abandonadas, rieles oxidados, etc…Creo que me dormí entre tanto paisaje y viaje…
Cuando desperté, el tren estaba detenido en la estación terminal de Retiro. Salí del tren, y me metí en la boca del subte: mala suerte, estaba cerrado por una huelga de los trabajadores.

Caminé hacia Av. Del Libertador para tomar el colectivo. La calle hervía. Mi colectivo no tardó en llegar, pero tampoco la sed. Ya en el colectivo me empecé a sentir mal, estaba repleto de gente que hablaba y sudaba. Una chica con su novio estaba sentada en el último asiento: sus tetas casi en su totalidad a la vista, fueron un pequeño oasis para mis ojos. Al llegar a la Av. 9 de Julio, una reunión de evangelistas que ocupaban casi media avenida, entorpecía el tráfico: tuve ganas de vomitar, pero me aguanté. El colectivo seguía su marcha. Al llegar a la estación Constitución, me bajé.
Compré una botella de agua y la bebí rápidamente. Caminé y me metí dentro de la estación. El olor a mierda, y orina casi me hizo vomitar. El olor era insoportable. Que estación de MIERDA, dije, mientras me alejaba. Pensaba en mierda y en desperdicios, y entonces, recordé que por allí estaba el neuropsiquiátrico “Borda”. Decidí ir hacia allí.

Pregunté la dirección a un agente de policía, y me dijo que quedaba a unas cuadras de ahí. Caminé por las calles de empedrado viejo y liso. Había en el aire un extraño olor. Vi unos bares que apestaban de olores y de gente, crucé garajes, vagos y talleres mecánicos.
Al llegar a una plaza, vi el edificio del hospital. Crucé la plaza y caminé dos cuadras. Algunos de los que estaban en la calle me miraban de una forma extraña. Entré al hospital y era como otra dimensión: el edificio era enorme y en ruinas; despintado y con moho en sus paredes descascaradas de pintura, los jardines estaban secos y los árboles eran gigantes y sus hojas cubrían todo el suelo. Los que allí estaban deambulaban por todo el lugar, solos o en grupos: algunos gritaban, otros caminaban bajo la sombra de los álamos en grupos de tres o cuatro. Todos parecían viejos allí. Caminé unos cincuenta metros, o más, desde la entrada, y luego doblé a la derecha. Allí me encontré con unos cuantos que estaban reunidos alrededor de una mesa con una improvisada radio de poco alcance. Ahí me enteré que funcionaba una radio en la cual los pacientes podían opinar sobre cualquier cosa y un “operador” pasaba algunos temas. Así fue como conocí al “polaquito”, que había tenido un accidente y había estado en coma; mucha gente estaba ahí porque eran estudiantes de psicología (psicología, psicoanálisis... tiempo después se me reveló en un sueño que fue el gran engaño del siglo veinte, en fin…) algunos visitaban amigos, otros como yo, simple curiosos. Me senté en un banco y vi todo esto: Uno de estos tipos andaba en shorts y cantaba canciones de los redondos, otro “tenia” sexo contra el suelo y miraba para todos lados con los ojos desorbitados y la mirada perdida. Alguno improvisaba un monólogo al aire, y los otros lo abucheaban o festejaban, según su parecer. Al rato se me acercó uno y nos pusimos a conversar: me contó que hacia un tiempo que estaba ahí y que en dos años podía salir de ahí. Estaba por trabajar en la quinta de ese lugar, y que le pagaban por su trabajo. Quería ahorrar para cuando saliera. Me dijo que tuvo problemas con su madre, y por eso estaba ahí (no me atreví a preguntarle el motivo) Decía que se aburría mucho, y que no había mucho por hacer. Los “médicos” le daban varias pastillas por día (me confesó que casi 12) para tenerlos controlados, y que hace un tiempo les jodieron la vida a muchos con el “electroshock” (por eso vi a varios con temblores) Al rato de nuestra charla se nos unió Fernando que no paraba de oscilar como un péndulo.-Mirá como quedó este por el electroshock- me dijo-. El tipo era una boya en el mar…

Mientras nosotros seguíamos charlando el sol continuaba abrazándolo todo. Uno de estos tipos se puso a contar chistes por el micrófono, y otro tocaba una guitarra y cantaba, era como un caos organizado, ya que los enfermeros le decían lo que tenían que hacer.
Después de unas horas de charla, mi compañero se fue a comer algo. El sol había empezado a bajar, pero el calor no. Me quedé mirando el patio y todo lo que ahí pasaba. A pesar de que había gente hablando, un silencio rodeaba al lugar, ese edificio inmenso, el patio, las caras, los árboles, todo estaba envuelto en silencio.

Me fui de ahí justo cuando empezaba a oscurecer.

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